Vivo desde hace muchos años en una ciudad relativamente pequeña, 600.000 habitantes. En el año 2000 cualquiera decía por aquí que éramos un millón, pero era el imaginario nada más.
Por ende, con el tiempo uno llega a conocer, al menos de vista, a media ciudad.
Los chicos pícaros logran besar, antes de llegar a la adultez, a la mitad de las chicas y a recibir una bofetada de la otra mitad.
Las chicas pícaras han recibido el beso de todos los pícaros y han ignorado a la otra mitad que suelen ser los chicos desdichados…
Quiero decir que, según pasan los años, llega un momento en que la mitad de la ciudad te saluda.
Una parte de esa mitad anda en moto.
Y, gracias a Dios, gran parte de esos que andan en moto usan casco.
Pero me saludan. Son anónimos, pero cordiales.
Obviamente, no hay manera de saber quiénes son. Van con esos cascos que con suerte, si llevan el visor levantado, uno puede verles los ojos. El tema es que saludan y pretenden, por ende, el reconocimiento con la sola visión al descubierto de sus miradas.
Hay que conocer muy bien a alguien para identificarlo sólo por la mirada. Y para identificarlo por la mirada, en moto y a cierta velocidad, hay que ser realmente alguien con superpoderes.
Y si hay algo que yo no tengo son superpoderes. Ni siquiera tengo poderes…
Pero “todo se puede solucionar” decía una tía mía que tenía un ojo menos y rengueaba…
Los motoristas cordiales pueden adosarse un cartel pintado con marcador en el pecho que los identifique. Por ejemplo con la leyenda: SOY ROBERTO!!
La otra posibilidad, más noble y encantadora es la de recuperar los emblemas heráldicos familiares. El motorista saludador podría llevar el escudo de armas estampado en su campera o en un banderín sobre una antena detrás de la moto.
Y estás son señales heráldicas de los grandes de otro tiempo que si hubieran conocido el motociclismo les hubiera fascinado (Ricardo corazón de león y Carlos V).
Queda otra posibilidad. La de no saludar.
Si andan en moto con casco no saluden y listo. Todos disculpados.
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