"Me
van a tener que disculpar. Yo sé que un hombre que pretende ser una
persona de bien debe comportarse según ciertas normas, aceptar
ciertos preceptos, adecuar su modo de ser a determinadas
estipulaciones convenidas por todos. Seamos más explícitos. Si uno
quiere ser un tipo coherente debe medir su conducta, y la de sus
semejantes, siempre con la misma e idéntica vara. No puede hacer
excepciones, pues de lo contrario bastardea su juicio ético, su
conciencia crítica, su criterio legítimo.
Uno
no puede andar por la vida reprobando a sus rivales y disculpando a
sus amigos por el sólo hecho de serlo. Tampoco soy tan ingenuo como
para suponer que uno es capaz de sustraerse a sus afectos y a sus
pasiones, que uno tiene la idoneidad como para sacrificarlos en el
altar de una imparcialidad impoluta. Digamos que uno va por ahí
intentando no apartarse demasiado del camino debido, tratando de que
los amores y los odios no le trastoquen irremediablemente la lógica.
Pero
me van a tener que disculpar, señores. Hay un tipo con el que no
puedo. Y ojo que lo intento. Me digo: no puede haber excepciones, no
debe haberlas. Y la disculpa que requiero de ustedes es todavía
mayor, porque el tipo del que hablo no es un benefactor de la
humanidad, ni un santo varón, ni un valiente guerrero que ha
consolidado la integridad de mi patria. No, nada de eso. El tipo
tiene una actividad mucho menos importante, mucho menos trascendente,
mucho más profana. Les voy adelantando que el tipo es un deportista.
Imagínense, señores. Llevo escritas doscientas sesenta y tres
palabras hablando del criterio ético y sus limitaciones, y todo por
un simple caballero que se gana la vida pateando una pelota. Ustedes
podrán decirme que eso vuelve mi actitud todavía más reprobable.
Tal vez tengan razón. Tal vez por eso he iniciado estas líneas
disculpándome.
No
obstante, y aunque tengo perfectamente claras esas cosas, no puedo
cambiar mi actitud. Sigo siendo incapaz de juzgarlo con la misma vara
con la que juzgo al resto de los seres humanos. Y ojo que no sólo no
es un pobre muchacho saturado de virtudes. Tiene muchos defectos.
Tiene tal vez tantos defectos como quien escribe estas líneas, o
como el que más. Para el caso es lo mismo. Pese a todo, señores,
sigo sintiéndome incapaz de juzgarlo. Mi juicio crítico se detiene
ante él, y lo dispensa.
No
es un capricho, cuidado. No es un simple antojo. Es algo un poco más
profundo, si me permiten calificarlo de ese modo. Seré más
explícito. Yo lo disculpo porque siento que le debo algo. Le debo
algo y sé que no tengo forma de pagárselo. O tal vez ésta sea la
peculiar moneda que he encontrado para pagarle. Digamos que mi deuda
halla sosiego en este hábito de evitar siempre cualquier eventual
reproche.
El
no lo sabe, cuidado. Así que mi pago es absolutamente anónimo. Como
anónima es la deuda que con él conservo. Digamos que él no sabe
que le debo, e ignora los ingentes esfuerzos que yo hago una vez y
otra por pagarle.
Por
suerte o por desgracia, la oportunidad de ejercitar este hábito se
me presenta a menudo. Es que hablar de él, entre argentinos, es casi
uno de nuestros deportes nacionales. Para enzalzarlo hasta la
estratosfera, o para condenarlo a la parrilla perpetua de los
infiernos, los argentinos gustamos, al parecer, de convocar su nombre
y su memoria. Ahí es cuando yo trato de ponerme serio y distante,
pero no lo logro. El tamaño de mi deuda se me impone. Y cuando me
invitan a hablar prefiero esquivar el bulto, cambiar de tema, ceder
mi turno en el ágora del café a la tardecita. No se trata tampoco
de que yo me ubique en el bando de sus perpetuos halagadores. Nada de
eso. Evito tanto los elogios superlativos y rimbombantes como los
dardos envenenados y traicioneros. Además, con el tiempo he visto a
más de uno cambiar del bando de los inquisidores al de los
plañideros aplaudidores, y viceversa, sin que se les mueva un pelo.
Y ambos bandos me parecen absolutamente detestables, por cierto.
Por
eso yo me quedo callado, o cambio de tema. Y cuando a veces alguno de
los muchachos no me lo permite, porque me acorrala con una pregunta
directa, que cruza el aire llevando específicamente mi nombre, tomo
aire, hago como que pienso, y digo alguna sandez al estilo de «y, no
sé, habría que pensarlo»; o tal vez arriesgo un «vaya uno a
saber, son tantas cosas para tener en cuenta». Es que tengo
demasiado pudor como para explayarme del modo en que aquí lo hago. Y
soy incapaz de condenar a mis amigos al tórrido suplicio de escuchar
mis argumentos y mis justificaciones.
Por
empezar les tendría que decir que la culpa de todo la tiene el
tiempo. Sí, como lo escuchan, el tiempo. El tiempo que se empeña en
transcurrir, cuando a veces debería permanecer detenido. El tiempo
que nos hace la guachada de romper los momentos perfectos,
inmaculados, inolvidables, completos. Porque si el tiempo se quedase
ahí, inmortalizando a los seres y a las cosas en su punto justo, nos
libraría de los desencantos, de las corrupciones, de las ínfimas
traiciones tan propias de nosotros los mortales.
Y
en realidad es por ese carácter tan defectuoso del tiempo que yo me
comporto como lo hago. Como un modo de subsanar, en mis modestos
alcances, esas barbaridades injustas que el tiempo nos hace. En cada
ocasión en la cual mencionan su nombre, en cada oportunidad en la
cual me invitan al festín de adorarlo y denostarlo, yo me sustraigo
a este presente absolutamente profano, y con la memoria que el ser
humano conserva para los hechos esenciales me remonto a ese día, al
día inolvidable en que me vi obligado a sellar este pacto que, hasta
hoy, he mantenido en secreto. Un pacto que puede conducirme (lo sé),
a que alguien me acuse de patriotero. Y aunque yo sea de aquellos a
quienes desagrada la mezcla de la nación con el deporte, en este
caso acepto todos los riesgos y las potenciales sanciones.
Digamos
que mi memoria es el salvoconducto para volver el tiempo al lugar
cristalino del cual no debió moverse, porque era el exacto sitio en
que merecía detenerse para siempre, por lo menos para el fútbol,
para él y para mí. Porque la vida es así, a veces se combina para
alumbrar momentos como ése. Instantes después de los cuales nada
vuelve a ser como era. Porque no puede. Porque todo ha cambiado
demasiado. Porque por la piel y por los ojos nos ha entrado algo de
lo cual nunca vamos a lograr desprendernos.
Esa
mañana habrá sido como todas. El mediodía también. Y la tarde
arranca, en apariencia, como tantas otras. Una pelota y veintidós
tipos. Y otros millones de tipos comiéndose los codos delante de la
tele, en los puntos más distantes del planeta. Pero ojo, que esa
tarde es distinta. No es un partido. Mejor dicho: no es sólo un
partido. Hay algo más. Hay mucha rabia, y mucho dolor, y mucha
frustración acumuladas en todos esos tipos que miran la tele. Son
emociones que no nacieron por el fútbol. Nacieron en otro lado. En
un sitio mucho más terrible, mucho más hostil, mucho más
irrevocable. Pero a nosotros, a los de acá, no nos cabe otra que
contestar en una cancha, porque no tenemos otro sitio, porque somos
pocos, porque estamos solos, porque somos pobres. Pero ahí está la
cancha, el fútbol, y son ellos o nosotros. Y si somos nosotros el
dolor no va a desaparecer, ni la humillación ha de terminarse. Pero
si son ellos. Ay, si son ellos. Si son ellos la humillación va a ser
todavía más grande, más dolorosa, más intolerable. Vamos a tener
que quedamos mirándonos las caras, diciéndonos en silencio «te das
cuenta, ni siquiera aquí, ni siquiera esto se nos dio a nosotros».
Así
que están ahí los tipos. Los once nuestros y los once de ellos. Es
fútbol, pero es mucho más que fútbol. Porque cuatro años es muy
poco tiempo como para que te amaine el dolor y se te apacigüe la
rabia. Por eso no es sólo fútbol.
Y
con semejantes antecedentes de tarde borrascosa, con semejante
prólogo de tragedia, va este tipo y se cuelga para siempre del cielo
de los nuestros. Porque se planta enfrente de los contrarios y los
humilla. Porque los roba. Porque delante de sus ojos los afana. Y
aunque sea les devuelve ese afano por el otro, por el más grande,
por el infinitamente más enorme y ultrajante. Porque aunque nada
cambie allá están ellos, en sus casas y en sus calles, en sus pubs,
queriéndose comer las pantallas de pura rabia, de pura impotencia de
que el tipo salga corriendo mirando de reojito al árbitro que se
compra el paquete y marca el medio.
Hasta
ahí, eso solo ya es historia. Ya parece suficiente. Porque le
robaste algo al que te afanó primero. Y aunque lo que él te robó
te duele más, vos te regodeas porque sabes que esto, igual, le
duele. Pero hay más. Aunque uno desde acá diga bueno, es
suficiente, me doy por hecho, hay más. Porque el tipo además de
piola es un artista. Es mucho más que los otros.
Arranca
desde el medio, desde su campo, para que no queden dudas de que lo
que está por hacer no lo ha hecho nadie. Y aunque va de azul, va con
la bandera. La lleva en una mano, aunque nadie la vea. Empieza a
desparramarlos para siempre. Y los va liquidando uno por uno,
moviéndose al calor de una música que ellos, pobres giles, no
entienden. No sienten la música, pero sí sienten un vago escozor,
algo que les dice que se les viene la noche. Y el tipo sigue
adelante.
Para
que empiecen a no poder creerlo. Para que no se lo olviden nunca.
Para que allá lejos los tipos dejen la cerveza y cualquier otra cosa
que tengan en la mano. Para que se queden con la boca abierta y la
expresión de tontos, pensando que no, que no va a suceder, que
alguno lo va a parar, que ese morochito vestido de azul y de
argentino no va a entrar al área con la bola mansita a su merced,
que alguien va a hacer algo antes de que le amague al arquero y lo
sortee por afuera, de que algo va a pasar para poner en orden la
historia y que las cosas sean como Dios y la reina mandan, porque en
el fútbol tiene que ser como en la vida, donde los que llevan las de
ganar ganan, y los que llevan las de perder pierden. Se miran entre
ellos y le piden al de al lado que los despierte de la pesadilla.
Pero no hay caso, porque ni siquiera cuando el tipo les regala una
fracción de segundo más, cuando el tipo aminora el vértigo para
quedar de nuevo bien parado de zurdo, ni siquiera entonces van a
evitar entrar en la historia como los humillados, los once ingleses
despatarrados e incrédulos, los millones de ingleses mirando la tele
sin querer creer lo que saben que es verdad para siempre, porque ahí
va la bola a morirse en la red para toda la eternidad, y el tipo va a
abrazarse con todos y a levantar los ojos al cielo. Y no sé si él
lo sabe, pero hace tan bien en mirar al cielo.
Porque
el afano estaba bien, pero era poco. Porque el afano de ellos era
demasiado grande. Así que faltaba humillarlos por las buenas.
Inmortalizarlos para cada ocasión en que ese gol volviese a verse
una vez y otra vez y para siempre, en cada rincón del mundo. Ellos
volviendo a verse una y mil veces hasta el cansancio en las
repeticiones incrédulas. Ellos pasmados, ellos llegando tarde al
cruce, ellos viéndolo todo desde el piso, ellos hundiéndose
definitivamente en la derrota, en la derrota pequeña y futbolera y
absoluta y eterna e inolvidable.
Así
que señores, lo lamento. Pero no me jodan con que lo mida con la
misma vara con la que se supone debo juzgar a los demás mortales.
Porque yo le debo esos dos goles a Inglaterra. Y el único modo que
tengo de agradecérselo es dejarlo en paz con sus cosas. Porque ya
que el tiempo cometió la estupidez de seguir transcurriendo, ya que
optó por acumular un montón de presentes vulgares encima de ese
presente perfecto, al menos yo debo tener la honestidad de recordarlo
para toda la vida. Yo conservo el deber de la memoria."
Eduardo Sacheri