Asistimos al fenómeno de las publicaciones
póstumas: “la novela que no quiso editar”, “los poemas que tenía escondidos”, “los cuentos inconclusos”, etc.
No soñemos ya con el escritor sorprendido por
la muerte y los deudos o admiradores hallando sus joyas literarias perdidas
inocentemente. Ian Mc Ewan vendió su
archivo en dos millones de dólares, Tom
Wolfe, en una cifra más o menos similar vendió 52 metros lineales de archivo,
ya habían hecho su negocio Vargas Llosa
y Ricardo Piglia. Entre los herederos
con afán de hacerse de liquidez monetaria constatamos a los de Julio Cortázar, Juan José Saer, Alejandra
Pizarnik, Leopoldo Marechal y José Donoso.
Los compradores suelen ser bibliotecas
estadounidenses y editoriales que saben hacer bien las cosas puesto que nunca
arriesgan y van sobre negocio seguro…
¿Y el espíritu
literario?
Eso es lo de menos…
No conozco de los otros que ud. menciona, pero el "afán de liquidez monetaria" por parte de las dos hijas de Marechal –únicas y verdaderas herederas– no llegó ni siquiera al afán, aunque sí pasó por la necesidad, malamente satisfecha. Y cierto cumplimiento de justicia les llegó un poco tarde. No es el único caso, Hay viudas de todos los sexos.
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