martes, 17 de mayo de 2016

El deseo es un criminal audaz…



 Un diario local decidió editar los 20 libros clásicos de la “Literatura erótica” universal, es decir, lo que alguna vez, Editorial Planeta, si mal no recuerdo, editó con el nombre de “La sonrisa vertical”.

No está mal volver siempre a las fuentes, no se vaya a creer alguno que al erotismo literario lo inventó E. L. James con “Cincuenta sombras de Grey” hace unos pocos años…

 El primero que salió nuevamente a la venta fue “Memorias de una princesa rusa” y, por supuesto, la relectura a las puertas ineludibles de la vejez tiene sus fascinaciones, no todo podía ser tan malo cuando comienza el ocaso…

 Puesto a releerlas, a salvo ya del apremio mórbido de la adolescencia, pude observar cuán cruel y criminal puede ser el deseo.

 La pobre princesita Vávara, no puede poner frenos a sus más profundas inclinaciones de placer, en especial cuando tiene todo para procurar sus deseos (para satisfacer verdaderamente todos los deseos uno necesita dinero y poder, cosas que, precisamente, tenían las princesas rusas en la época en que había princesas rusas…).

 Pero dar rienda a los deseos supone exponerse a los secretos traicionados, a la delación y a la fanfarronería de los robustos brutales que son, justamente, esa clase de personas que les gustaban a las princesas rusas, a las princesas rusas de las novelas eróticas con princesas rusas...

 Y, obviamente, para acallar a los testigos, Vávara no puede hacer otra cosa que eliminarlos.

 Al poco tiempo de convertirse en la propia sacerdotisa de su culto de placer, se convierte en una araña que debe matar sino a todos, a la mayoría de sus amantes.

 Así es de terrible el deseo que, en su honor, todo parece permitirlo:

“Mira, descorro la cortina que oculta tu figura, que esconde tu forma de lujuria y horror, que para mí solo es de un deleite inefable…”

Anónimo.  Memorias de una princesa rusa








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