Schipani en prosa (cuentos):

Observaciones sobre un paracaidista al que jamás se le abrió el paracaídas.


 Tengo un amigo que se llama Marcos, o se llamaba. En realidad prefiero decir que creo que tengo un amigo que se llama Marcos…

 Era un tipo reñido con su vida, no murió, pero tengo que hablar de él en pasado, necesariamente. Era un tipo arrepentido de su matrimonio, de sus decisiones profesionales y de todas aquellas cosas por las que era reconocido.

 Solía poner siempre como ejemplo que se sentía como esas personas a los que toda una comunidad familiar lo reconoce como asador odiando el protagonista profundamente el asado y hartándole hasta las lágrimas la ceremonia parrillera de los domingos.

 Pero a mi amigo se le había dado por el paracaidismo, y tomó clases y estuvo de lo más animado y maldita la hora en que me invitó a presenciar su bautismo o como se llame a arrojarse por primera vez en paracaídas.

 Qué extraña manía la de algunos humanos, especialmente las  de los humanos que suelen ser amigos míos ¿Para qué arrojarse desde lo alto? ¿Con qué necesidad? ¿En qué contexto le surge a alguien ese deseo no siendo uno un contendiente de guerra?

 Marcos era un abogado que hacía negocios acertados, no obstante, un día apareció con la ilusión extraña del paracaidismo y yo creo que fue para no comprar un pasaje en avión y alejarse de su mujer, de sus suegros, de sus vecinos y acaso de sus hijos.

 Creo que todo el que se dedica al paracaidismo tiene ese deseo inconsciente de arrojarse uno mismo de cualquier lado para terminar con todos los errores estúpidos de una vida.

 Busqué una infinidad de excusas para no ir a ver cómo se arrojaba desde un avión mi amigo Marcos.

 Y finalmente fui.

 Me dio una cámara fotográfica de esas importantes, me dio un par de indicaciones y me comisionó para que tomase fotos.

 Desde tierra, en un campo apacible, comencé a enfocar la avioneta.

 Luego comprendí lo difícil que es sostener foco haciendo zoom, parece que el lente temblara como una hoja. Es la consecuencia natural de querer tomar una imagen estando muy lejos y pretendiendo que se está muy cerca.

Todo lo que veía a través de la cámara eran unas imágenes imprecisas, mudas y algo violentas. Si a todo lo que observaba lo imaginaba en blanco y negro, la escena se parecía a esos viejos documentales de la Segunda Guerra…

 En un momento quise investigar la cámara para ponerla blanco y negro pero luego desistí, tan cabrón era Marcos que temí un enojo innecesario por hacerle malas fotos en blanco y negro y no cómo él las quería, así que preferí dejar todo como estaba y hacerle malas fotos a color.

 Y voló Marcos desde la imprecisa avionetita como una flecha, como un pájaro desquiciado detrás su instructor y ambos se me escapaban del foco mientras hacía disparos catastróficos que, por suerte jamás le importaron porque luego de que sucediese lo que sucedió todo lo que antes era de importancia sustancial para Marcos pasó al olvido.

 Y lo que sucedió fue que su paracaídas nunca fue paracaídas porque no paró jamás su caída ya que nunca se abrió.

 Yo trataba de enfocar esperando la explosiva aparición del globo de tela colorida, el tirón hacia arriba que no es un tirón hacia arriba pero que parece un tirón hacia arriba que es el freno de velocidad en esa precipitación desquiciada.

 Pero el duro suelo se aproximaba o en realidad, él se aproximaba temerariamente al duro suelo y nada sucedía, nada, nada de nada.

 Hasta que el instructor lo tomó en el aire y al límite de hacerse ambos pura papilla abrió el docente su paracaídas y aterrizaron juntos bien violentamente pero vivos.

 Lo que siguió fueron un sinfín de diálogos y supuestos y palabras de la empresa, de los miembros de la escuela de paracaidistas deshaciéndose en disculpas con ese discurso de quienes esperan la demanda judicial, pero a Marcos ya no le importaba nada, parecía otro tipo. Parecía no escuchar a nadie, contrariamente algo en él se veía feliz con esa felicidad que alguien trata de disimular pero que a los íntimos como yo no se les escapa.

 Volvió a su casa y olvidó el paracaidismo, olvidó muchas cosas, por ejemplo su afán despiadado por los negocios, su aversión por el fútbol que se convirtió en fanatismo de cancha y peña futbolera, olvidó la enemistad con algunos miembros de su familia para inaugurar algunas reticencias insospechadas con otros miembros, cambió su gusto por las comidas y se ve que volvió a las dedicaciones íntimas pues su mujer, que ya estaba a las puertas del trámite de divorcio comenzó a mostrarse asombrosamente cariñosa, alegre y satisfecha.

 Por todo ello, un año después del suceso yo comencé a observarlo con profunda meticulosidad, adopté la actitud del observador crítico desde lo que me permitía mi lugar de amigo, ya no de amigo íntimo y único pues Marcos comenzó a sumar nuevos y viejos amigos.
Lo primero de lo que puedo dar cuenta es que descubrí un par de miradas inusuales a sus hijos. Cuando su hija de ocho años le decía algo incoherente pero acorde a su edad, él la miraba como si se tratase de algo verdaderamente nuevo, varias veces percibí esa mirada de quien está ante un niño querible pero desconocido, los ojos de Marcos eran los de un hombre sorprendido. En la Navidad del segundo año siguiente al episodio del paracaídas noté su aversión por las alturas, era mucho más que vértigo, no subía a lugares altos, evitaba los edificios, nunca hacía un trámite en una oficina que estuviese más allá del tercer piso, no toleraba una mínima altura. Por supuesto que todos atribuían sus cambios a haber atravesado por una experiencia de muerte, cuando hablaban de él lo justificaban diciendo que ahora sí valoraba la vida y  su familia y sus amigos y todas esas cosas que no se valoran cuando uno no es consciente de que todo lo puede perder.

 Pero yo no me convencía. Algo más había en todo ello.

 Un día noté su horror a la palabra “piloto”, “¿vas a salir sin piloto?” le pregunté y me miró espantado “Por la lluvia”, le aclaré y disimuló su confusión con el típico “Sí, claro, claro”. Así que de ahí en más comencé a conjeturar palabras, familia de palabras, que podrían causarle escozor y a intercalarlas apropiadamente en las conversaciones sin que lo notase para no perder su cercanía o su amistad. En otros casos observaba lo que los demás le decían y notaba la respuesta interna (inocultable para mí) en sus ojos.

 Así pude constatar luego de dos años que temía tremendamente a las palabras relacionadas obviamente con la altura, no con la muerte, sólo con la altura que bien podría ser en él un sinónimo de muerte aunque yo creo que no. Lo espantaban “avión”, “aire”, “precipitar”, “pasajeros”, “descenso”, “torre” y también y, por ende, más asombrosamente, lo amedrentaban “subir”, “ascenso”, “escalera” y “peldaños”.

 La última vez que hablé con él fue para sincerarme sutilmente. Tenía que intentar algo y ese algo me excluyó para siempre del círculo de sus amistades. En el fondo yo lo sabía.

 Me estaba diciendo que se iba de vacaciones con su familia, que volvería en un mes cuando le arrojé como una estocada: “¿Marcos no vuelve verdad?” Y me miró como interpretando el doble sentido, él y su familia si volverían, el que no regresaría jamás, jamás, es el Marcos, no el viejo Marcos, sino el único, el que yo conocí. Sus ojos eran reproche y despedida, me despedía de su cercanía, de su amistad. Hice esas apenas imperceptibles muecas faciales con las que se puede decir: “Entiendo perfecta y resignadamente”.

 Entendí perfecta y resignadamente que allá, en las alturas quedan las almas de los precipitados, de los pasajeros de los aviones trágicos, de los andinistas derrotados, de suicidas arrepentidos, de los caídos casuales, las almas de seres que dejaron que se les vaya el cuerpo y no se resignan finalmente a morir. Deambulan, sufren un vuelo demencial y pretérito, silencioso y ahogado, porque guardan la esperanza de cruzarse con algún otro que caiga justo y justamente los traspase en ese momento para tomarles el cuerpo de quien lo haya recién dejado y ver si se produce el milagro de que no suceda lo que fatídicamente va a suceder.

 Y siempre, como entre los millones que intentan la lotería, a alguno le sale.






El primer beso.


  Ramiro era un adolescente que no quería mudarse. Él se creía todo un adolescente, pero la verdad era que “estaba en eso” todavía. Y se quería quedar en su antigua casita de las afueras pero corrían los ‘90 y sus padres creyeron que la fortuna les sonreía, y era cierto. Lo que pasa es que pensaron que sonreiría para siempre y que por siglos y siglos el país tendría una moneda equiparable al dólar y que se ganarían buenos sueldos eternamente y que se podían comprar en cuotas dolarizadas un enorme departamento…

   No imaginaban que, en menos de diez años, se descubriría la falacia monetaria y que la gente tomaría por la fuerza los supermercados para servirse por su cuenta algo para comer y, tampoco imaginaban, entonces, que no habría empleo para nadie ni manera de honrar los compromisos comerciales…

   Todo esto no lo sabían, por ende, salvo Ramiro, eran todos felices. Ramiro no era muy feliz porque no lo son del todo ninguno de los adolescentes, porque se tenía que ir de su casa natal y porque todavía no había besado a ninguna señorita cosa de la cual sus amigos ya se jactaban fehacientemente.

   Al nuevo departamento le faltaban detalles pero ya podía ocuparse. Era una mole de dimensiones desmesuradas en el medio de la ciudad, un edificio que contenía todo aquello que fuera necesario para parecer que no se estaba en el medio de la ciudad. Por lo que en su zona central a donde daban todos los ventanales, todavía mayormente vacíos, había una piscina inconmensurable con solárium, salas de juego, barras de trago y todo lo que se podría tener en una playa del trópico sólo que no en el trópico ni en la playa.

   La piscina estaba rebosante y cristalina, aunque, todavía no habilitada. Las cámaras de seguridad, instaladas pero no encendidas, los porteros durante las 24 horas aún no contratados pero apalabrados, en fin, detalles más, detalles menos. Sólo dos o tres familias en esa inmensidad y un portero provisorio con fama de bebedor y siestero.

      Ramiro la vio en el ascensor “espacial” y se dio cuenta de que ya se había enamorado en esta vida y en todas las vidas posibles pasadas, presentes y futuras existentes y no existentes, imaginarias, reales, soñadas, perdidas y o recomendables. Era pelirroja, alta, de unos 20 años tal vez más, tal vez menos ¿a quién le importa? El amor no tiene edad. Longilínea, esbelta, algunas pecas, bella, bella, bella. Y Ramiro estaba comenzando a ser adolescente pero no idiota. Sabía que no calificaba en lo más remoto para ningún romance posible a menos que sea en los sueños. Pero, al menos esto lo consoló de haber perdido su casita de antaño.

  Trató de adaptarse a su nueva habitación, acomodó las cosas que le eran más preciadas y ayudó a sus padres. El calor porteño se estaba poniendo a la altura de su fama y la ciudad, toda cemento y pavimento, aportaba, entonces, unos cuantos grados más de temperatura a los desastrados habitantes. Por eso, Ramiro se arrojó en la cama y constatando que todavía los equipos de aire acondicionado no andaban, miró por su ventana hacia abajo, hacia la pileta azul transparente.

  Lo soportó una tarde. A la tarde siguiente la temperatura parecía que se había duplicado. Era algo insoportable. No había aire en kilómetros. Ramiro miraba y miraba en un tiempo extendido, la piscina de cristal azulado y viendo que su padre se había ido al trabajo y su madre a hacer compras  de cortinas, se puso una malla, una ropa informal encima y bajó a la zona de veraneo…

No había nadie. Unas fajas plásticas y ridículas que decían “no pasar” y que cualquiera podía saltarse. Vio un vestuario a medio terminar con unas ventanas sin vidrios. Entró allí, dejó sus ropas, se puso unos pequeños lentes de agua y se acercó al borde de la piscina. Miró hacia los miles de balcones y ventanales y los notó realmente vacíos. Era un mundo desolador.

  Saltó, todo fue un bálsamo de salvación refrescante. Abajo el espacio era infinitamente más azul todavía que lo que se observaba desde su cuarto, el agua era azul, el tiempo era azul.

  Primero le pareció que había algo. Luego lo constató.

  Hizo un esfuerzo por bajar un poco más y comenzó a darse cuenta de todo. Había ido durante años a natación escolar y manejaba un poco el tema.

  Allí estaba ella.

  Ramiro vio primero que un rayo de sol pequeño y exacto como un estilete delgado e infinito venía de la inmensidad eterna del cielo, se filtraba por entre las aberturas de la mole de edificios, se metía en el solárium, se sumergía en la piscina y atravesaba, perfecto, los rojizos cabellos de la joven.

  En la profundidad, no pudo sostener del todo la impresión y el miedo. Subió a toda fuerza, salió de la piscina y volvió a mirar las miles de ventanas ausentes. Luego volvió al vestuario inconcluso, salió al hall de entrada y golpeó la puerta del encargado que, por supuesto, no respondió.

  Entonces, se contuvo un momento. Comprendió lo irreversible de todo. La chica que estaba allí abajo lo estaba desde hacía un buen tiempo, quizás desde la mañana. Él se había tomado largo rato en su cuarto mirando la piscina antes de decidirse a bajar y no la había visto, de lo contrario la habría sentido. Incluso tal vez estaba desde la tarde anterior.  
   
   Al fin y al cabo se sentía cercano a ella en algo, ambos habían transgredido. Se serenó como pudo dentro de lo que pudo. Volvió sobre sus pasos, se colocó los lentes y, de nuevo, se sumergió.

   Allí estaba, ondulando sola y preciosa. Los cabellos rojos esparcidos, los brazos abiertos a nuevos rayos que ahora la coloreaban de soleada azulinidad. Ramiro  dio un rodeo para ver “cómo venía la cosa” y notó que uno de sus pies estaba adherido al fondo de la pileta. Una toma de agua o una grieta de esas que te sujetan con una fuerza impresionante y no te dejan volver a la superficie. Tantas veces Buenos Aires se había inundado y había matado así a sus ciudadanos en sus propias calles, y miles de veces en natatorios mal supervisados había pasado esta historia que ya conocía y que ahora comprobaba. Intuyó también que la chica estaba a su vez obstruyendo el paso del agua que también a él succionaría. Acaso se sentía que ella lo salvaba.

  Subió una vez más a la superficie para tomar aire y se volvió a sumergir pero esta vez fue más directo. Ya lo había decidido. En realidad, lo había decidido hacía tiempo. No sabía cuánto. Pero estaba hecho. Ella con el rostro hacia arriba, tratando de mirar el cielo y el aire que no vería ni sentiría jamás, él con el rostro hacia abajo, bajando y bajando hasta verle los ojos inmensos y azules y su boca sin aire y apenas abierta.

  Sintió los labios de ella en los suyos. Ni fríos, ni tibios, hermosos, inaugurales, rotundos. El primero de él en la vida, el primero de ella en la muerte.

  Luego subió y salió. No se molestó en secar su rastro porque el sol y el calor se encargaban de todo. Con tranquilidad  practicaba en secreto una cara de asombro para cuando se supiese la noticia.

  En los próximos días sus compañeros le preguntarían si ya había dado su primer beso y él no mentiría.





1994


  Roberto era el típico tipo común que comete los errores comunes de los seres humanos. Esos errores que, desde pequeño se muestran como bienes o como las mejores posibilidades de la vida sino las únicas. Por ende, Roberto se casó, tuvo una hija revoltosa y se fue a vivir con su suegra porque las condiciones económicas no daban para más.
  
  Trabajaba mañana y tarde con un corte al mediodía que casi no servía ni para ir al baño y soportaba estoicamente esa familia que te quieren “asador”, tío bueno, y, lo peor, yerno obediente.
  
  A cuenta gotas disfrutaba de una sexualidad matrimonial soberanamente triste y acotada que trataba de sobrellevar con la ilusión de esos “tiempos mejores” que, en perspectiva no vendrían a menos que se encuentre uno una bolsa abandonada en un baldío con un millón de dólares.

  Cierta mañana había pedido permiso en el trabajo para llegar más tarde porque tenía que hacer un trámite. Un trámite de la obra social de su suegra…
   
  Se levantó y le dijo a la mujer: _No desayuno, me voy rápido_ Mentira, era que en la cocina ya estaban ella y la suegra poniendo “todo en orden”, dando directivas y tomándolo por idiota implícitamente por no poder darles él una vida mejor a todas, ya que él y no otra persona era la única culpable de no tener mayores comodidades.
  
  Prefería tomarse un cafecito en un bar de porquería del barrio de “Once” a unas cuadras de donde tenía que hacer el trámite.
  El cafecito estaba lleno salvo un par de mesitas que estaban en la vereda. Nadie se imagine que eran las mesitas externas de un café de París o de esas galerías que dan a la plazoleta de San Marcos en Venecia. Eran un par de mesitas, también de porquería, de esas plásticas que sólo un barrio como “Once” puede admitir como potables. Pero Roberto pensó que “para quien está en el infierno, cualquier basural es el paraíso”. Se sentó y pidió un cortadito y una medialuna de manteca.
  
  Mientras terminaba el cafecito vio que a unos cincuenta metros, en esas calles abarrotadas, grises, pequeñas y bulliciosas, una camioneta se alejaba a una velocidad desaconsejable, más que desaconsejable, desorbitada. Era una velocidad suicida, y Roberto entendió al instante, percibió inconscientemente que lo de “velocidad suicida” no era una metáfora.

  La camioneta se estrelló contra la pared de un edificio a una cuadra y media y, de pronto voló todo, voló la camioneta, y sus conductores, volaron los transeúntes que se desintegraron, voló la pared del edificio, volaron los vehículos estacionados con gente o sin ella dentro. Todo, todo fue explosión y escombro y nube de polvo atronador en un segundo.

  Se levantó de la mesita de porquería con la tacita vacía en la mano, salieron todos a mirar, unos corrían hacia el lugar del hecho y se chocaban por el camino con quiénes huían del lugar del hecho. Se armó una oleada solidaria que, al primer rumor falso de que podría haber otra explosión se convirtió en una marea de cobardes que volvían y colisionaba contra la marea de valientes que todavía no había escuchado el rumor de que todo podría volar de nuevo.
  
  Y Roberto, de pie, al lado de la mesita de porquería y de las sillas que ya la gente había tirado, comprendió todo: de no haber parado a tomar ese café espantoso pero tranquilo habría estado pasando por esa calle en ese momento. Y, lo más interesante, en su casa lo sabían. Sabían su derrotero.

  Miró la plata que tenía en el bolsillo, arrojó los papeles del trámite de su suegra a la calle y se fue a tomar un colectivo que lo dejara en la estación Retiro.
  
  En Retiro miró cualquier destino: Las Toninas, San Luis o El Valle de Calamuchita; miró cualquier empresa de transporte: El Rápido, Micromar o La Nueva Encarnacena, lo que fuera, lo que saliera antes.
  
  Una vez sentado en el micro comprendió que había muerto, que se puede morir de muchas maneras, que al fin y al cabo todos los muertos son grandes ausentes, que había vivido y había fallecido, que podría haber otra formas de vida más allá de la muerte y que, finalmente, esta podría ser una de ellas.





     La Deuda

  Tal vez porque había sabido de sus años de fugitivo que las noches frías y desapacibles cobijan mejor a quienes deben hacer algo secreto. Tal vez porque había aprendido que para no ser visto las lluvias débiles pero heladas, las noches cerradas, las horas perdidas, suelen ser propicias al gaucho solitario. Tal vez por eso, nadie escuchó, en la larga noche, el paso cansino del caballo y del jinete que no llevaban prisa, pero sí cuidado.

  Se guardó en la alta oscuridad de no ser oído, un poco ya había merodeado en días anteriores y se había cerciorado con un antiguo compadre, un amigo de los tiempos de la frontera, de que nadie le andaría por allí estorbando “el trabajo”.

  Y el caballo avanzó hasta el pastizal cercano y el gaucho entre sombras siguió de a pie con un bulto que colgaba como una cruz en sus hombros. Como una cruz llevaba esa “bolsa” que ya le pesaba desde hacía tantos, tantos años.

  No quería que, de nuevo, se le viniese la amargura al pecho, esa hiel sin nombre de aquella lejana pendencia. Unos cuantos habían sentido el facón que aún guardaba su cintura, pero ninguno dolía como ése en el recuerdo. “Sufre el alma en la vida”, pensó mientras llevaba la pesada carga que más que en los huesos le pesaba en su historia. Tenía la no tan caprichosa sensación de no haber muerto a todos los que había dado muerte sino a uno solo que sintió y no olvidó en todos esos años.

  La noche anterior se la pasó rastreando en un fachinal perdido y hubiera llorado si no hubiera sido tan fuerte y tan gaucho al tener que regresar a los lugares que odiaba y amaba. “Ninguno tan desterrado de las cosas queridas como el gaucho”, masticó para sí entre esas y tantas lamentaciones... Finalmente halló lo que buscaba y lo cargo en su poncho de miles de noches, de miles de guerras y fatigas, el poncho de la casa, del fortín, de la toldería, el poncho del amor, de la muerte y de la verdad solariega.

Después se vino hasta el cementerio de la Iglesia del pueblo y en medio de la llovizna fría encontró un rinconcito que a nadie le importara. Cavó a fuerza de facón y dolor una herida suficiente en la tierra barrosa y dejó ese montón de huesos con poncho y todo.

  Cuando terminó le hizo una cruz con dos pequeños trocitos de madera, discreta y pequeña para que nadie supiera, y rezó como pudo, como en los tiempos de guerra.

  El agua le caía más recia por el sombrero y se le iba generosa sobre la nueva tumba así como estaba con la cabeza gacha.

  Después caminó hacia el viejo caballo y se fue hacia lo oscuro de la vida y de la historia.

  Y Fierro sintió que en algo había cumplido, que le aflojaba un poco la tragedia de la vida, la suya, la de un moreno que se había  dejado llevar por una pendencia, la de todos los hombres arrojados del destino. Fierro sintió aquella noche que no se sacaba un peso de encima pero que ahora sí podía llevarlo como el hombre que siempre se había sentido. No le importó que el cantar que ya andaba por los caminos no dijese jamás el final de todo porque la verdad de su acción ya les era suficiente a él, y a ese atado de huesos que era el moreno quien nunca pudo escuchar en la vida:

“Yo tengo intención a veces,
para que no pene tanto,
de sacar de allí los güesos
y echarlos al campo santo.” *

* José Hernández. Martín Fierro. La Ida. Canto VI.







El asilo.

  Era una delicadeza arquitectónica. Una joya de la ciudad como decían los vecinos ancestrales. Y, como toda verdadera joya, una antigüedad. Obsoleta para muchas funciones entre ellas la que ahora cumplía. El asilo de la ciudad era un edificio de una manzana rodeado de un caduco jardín. Con ventanales, puertas inmensas y rosetones. Se lo veía a punto de ser devorado por una enredadera universal que nadie sabía bien en dónde comenzaba. Una glorieta con techo de tejas nunca visitada con columnas de maderas corroídas era lo único que podría haberse dicho que faltaba, de haber faltado, pero ese pequeño y terrible detalle lo tenía también.


  Alguna brillante disposición municipal, que nadie recordaba bien desde cuándo, había dispuesto que dicho predio, que nadie recordaba bien qué había sido antes, fuera el asilo de la ciudad. Lo cierto es que ante lo evidente, se dispuso lo peor como es costumbre en estas nobles “Provincias Unidas del Sur”. Por lo que, en vez de trasladar a los viejecitos a un lugar en donde gozaran las mínimas comodidades necesarias, se recicló una pequeña parte del edifico como para que pudiera ser momentáneamente funcional y el resto de esa mansión se lo dejó a la espera de nuevos proyectos y presupuestos, lo que supone en la nobleza de nuestro idioma, dejarlo que se venga literalmente abajo. 
  Todo daba una extraña y engañosa impresión agradable. Los familiares se encontraban por primera vez con una construcción digna del registro fotográfico en su aspecto exterior, pero, adentrándose en él, se sentía que se podía dejar al estorbo de la familia en pequeños apartamentos que, gracias a Dios, en nada coincidían con la estética de primera vista. Pasillos pequeños, paredes pintadas al látex, ventanas notoriamente reducidas, cielo rasos esmerados y habitaciones minimizadas salvaban a los ancianos de perderse en las frías y obscuras inmensidades de aquella manzana solariega. Obviamente que cualquier ojo no muy crítico entendía de por sí, que en todo aquello, algo andaba mal, pero todos nos engañamos fácilmente a la hora en que el engaño es una verdadera necesidad.

    Y a Jorge lo dejaron allí. Entre promesas de bienestar y lágrimas, entre los notorios deseos de huir que los familiares tienen a la hora de cumplir con el deber de abandonar a un miembro importante de la familia. Entre esas promesas de visitas permanentes que no se harán, lo dejaron allí. Y él se dejó dejar.

 Se hizo amigo de las enfermeras que tan bien aprenden en la facultad el oficio de la amabilidad gerontológica, se adaptó a las actividades que la última vanguardia dice que los ancianos deben y pueden realizar y se conformó con un rostro neutro a la rutina recomendable para los mismos.


  No obstante, Jorge nunca perdió del todo, algo de su antigua humanidad.


  Un día conoció a Elvira. Él la conoció porque nunca pudo saber si Elvira tuvo registro de su existencia en ese primer encuentro. La colocaron delante de él en la cena y le pareció maravillosa. Apreciar la belleza de los ancianos es como la impresión que se experimenta al  visitar ciudades con restos de civilizaciones magníficas y preciosas.  Algo sigue valiendo por lo que alguna vez fue. Y Elvira le resultaba misteriosamente así. Poco pudo hablar en ese primer encuentro pues tres obstáculos se lo impedían. Uno era el volumen del televisor, a los ancianos les ponen durante el almuerzo y la cena (durante la tarde también) los programas más imbéciles que ofrezca siempre la televisión nacional. Se cree que es tiempo en que merecen disfrutar de distracciones simples. Por lo que quedan sometidos a aquellas imbecilidades que, por otra parte, han observado en la adultez con la escusa de descansar con ello de la faena laboral y en la juventud por no tener criterio para apreciar nada mejor, en definitiva, toda una vida a pura imbecilidad mediática. El otro obstáculo era que Elvira tenía esa mirada de quien ya no comprende y ese rostro de quien ya no puede escuchar. Pero a Jorge lo que lo fastidió de veras fue la tercera interferencia comunicacional que apareció, de manera, realmente sorpresiva. Cuando estaba tratando de hacerse ver por Elvira, otro interno llamado Roberto sentado al lado de ella interfería cualquier intento que Jorge arriesgara.
  
  Era esa escena de celos que cualquier bien pensante detesta. _Ah, pero con Elvira somos amigos de hace mucho. Comenzó su tarea de cancerbero. _Siempre estamos juntos_. Elvira, en tanto, en la nada. Jorge en seguida entendió la cosa, era Roberto uno de esos antiguos galancetes que no se rinden jamás y no conforme con no poder conquistar nada, ofrecen lucha a cualquiera en quienes perciba algún tipo de afectividad con otro y reclama su posesión. A Jorge, que recordaba como todo anciano las cosas de la niñez mejor que las de hacía media hora, la actitud estúpida de Roberto le memoró un perrito que tenía una vecina de enfrente cuando él era niño. Se llamaba Lucas, la madre de Jorge nunca le pareció bien que el perro llevase nombre de evangelista pero, lo peor era que Lucas no dejaba jugar a ningún perro con otra perrita vecina. Es decir, si había un tercero en discordia, Lucas lo atacaba como si reclamara derechos de amistad o matrimonio con ella. Siempre Jorge le guardó algún rencor a Lucas, en la adolescencia, cuando tuvo su primer auto desvencijado, siempre abrigó la esperanza de atropellarlo alguna noche en que nadie viera. Nunca lo hizo. Nunca tuvo la oportunidad.

 Y ahí estaba siempre Roberto interviniendo cualquier atisbo de comunicación _Contale Elvira cómo jugamos a las cartas, ahora Elvira no habla mucho pero nosotros conversábamos siempre… _. Lo que realmente fastidiaba era no sólo no poder estar algún momento a solas con ella sino el hecho de no poder apreciar del todo el grado de conexión que Elvira mantenía con la realidad. Jorge no sabía si Elvira escuchaba o registraba. Tan bonita, peinadita con el cabello recogido, con sus ojos grises, con sus manos pequeñas y sus dedos largos…con su ropa tan prolija y tan clara. El resto era Roberto al acecho, siempre Roberto.
  
Cierta vez Jorge no soportó más, y fue en un desayuno; había amagado untarle una tostadita con manteca a Elvira y Roberto se le apresuró y como movía las manos más rápido, le adivinó la intención y se la ofreció primero _Aquí tenés Elvira, comé algo con el desayuno _lo miró a Jorge y sentenció la obra _yo todo el tiempo la cuido_. Y como Jorge no lo soportó más y no quería irse a los golpes, se levantó y se fue a la cocina. Luego se le ocurrió que evitó la pelea no porque temiese salir mal de la trifulca sino porque a él mismo le hubiera resultado paródico ver a dos ancianos tratando de darse a los golpes de puño. Como las enfermeras y asistentes consentían algunas pocas veces en que algún interno las ayudase, él se levantó de la mesa del desayuno y se fue a llevar unas tacitas. Ahí vio el pasillo. Primero fue una correntada de frío inusual. El pequeño sitio que habitaban estaba muy calefaccionado siempre, y una correntada suponía la intromisión de aire foráneo, y aire frío significaba afuera, y afuera no era otra cosa en su imaginario que la vida verdadera, el pasado, la libertad. Luego observó en la cocina una puerta que jamás había podido ver abierta. La misma daba al resto del edificio. Percibió la inmensidad de una pasillo señorial obscuro en pleno día, apenas iluminado por lejanos ventanales, amplitud desbordada, dimensiones extraordinarias, abandono e inmensidad. Todas esas cosas le llenaron el alma en un instante y ya no pudo dejar de pensar demasiado en eso. Era Elvira y el pasillo o mejor dicho, Elvira y el resto del edificio, Elvira y la casa infinita. Alguna visita vino por aquel tiempo y lo notaron distraído. Habrán creído que era la vejez, pero no lo era, justamente era todo lo contrario.

 Hizo un trabajo fino, no se sentía apremiado por nada, no le parecía que la muerte fuese a frustrar nada 
muy serio. Hay cierto momento en la vida en que se logra tal aplomo que la muerte no logra coercionar ya más. Eso le dio la tranquilidad y la fibra que se necesitan para hacer las cosas bien. Logró que pareciera natural que ayudara a levantar la mesa del desayuno. Y tanto lo hacía tan mecánicamente que, en la primera oportunidad que tuvo, cuando las asistentes andaban de aquí para allá, abrió la puerta del pasillo secreto como si nada y se lanzó a caminar. Era todo tan extraño, tan milagroso, tan hermoso y tan siniestro. Cierto temor le recorrió toda su interioridad y esto lo hizo sentir joven como entonces y vivo como nunca. Escuchaba sus propios pasos, se adentraba pasando ventanales que ya nadie abría y por los que algún fragmento de enredadera se había entusiasmado. El pasillo se extendía y él se adentraba. Luego aparecieron salones, a un lado, como ofrecimiento para extraviarse en un fantástico laberinto que había sido escenario de cosas que habían pasado, algo así como otro mundo en este mundo o todo el mundo puesto a disponibilidad. Los muebles le llamaron mucho la atención, quedaban insólitamente algunos y cortinas derruidas y objetos en mal estado pero allí. Resultaba realmente extraño en un país donde la reutilización es una industria y el saqueo una cotidianeidad que quedaran cosas, algunas copas en las mesas, o restos de manteles, o cuadros con vidrios rotos e imágenes húmedas con sus marcos por aquí y por allá. Cosas sueltas, todo profundamente gris, era como ingresar a un universo sin más coloración. Era la imaginería del pasado en su máxima expresión. Sonreía un poco al pensar lo siguiente: los que vieron la vieja televisión asumían cualquier pasado en blanco y negro. Como si los colores no hubiesen existido antes del siglo XX. Otro recuerdo lo sorprendió buenamente. Recordó que había pasado lo mejor de su infancia jugando en la casa de su abuela. Un viejo caserón, el que enfrente tenía al perro con nombre de evangelista. Él amaba esa casa que le resultaba maravillosamente inmensa. Cuando su abuela murió sus padres la alquilaron durante mucho tiempo por lo que Jorge no pudo volver a visitar ese lugar. Luego, decidieron venderla, es el rigor de la muerte, cuando te mueres los familiares trabajan para que uno se muera definitivamente y van deshaciéndose de todo lo que uno alguna vez fue y tuvo. Sin embargo, antes de la venta Jorge pudo volver a recorrerla una vez más en compañía de un primo. Se pasó horas buscando un vestigio vital de su abuela. No encontraba nada. Hasta que la certeza le vino en la observación ajena _Mirá como quedó la cocina. ­_Dijo su primo criticando  la dejadez propia de los inquilinos_. Y Jorge pudo ver las pequeñas marcas al ras de la mesita de la cocina. Allí su abuela planchaba y como se le escapaba el envión que tomaba, muchas veces perforaba un poco la pared. De modo que ahí estaban como pequeños disparos. La vida de su abuela, la marca de lo que hacía cuando existía de verdad. El tributo secreto de su vitalidad hecha vestigio que no cualquier ojo reconoce. Jorge creyó, recorriendo salas y salones de aquel misterioso edificio abandonado, que estaba poblado de registros de episodios de vidas. Lamentaba no poder saber a qué respondían cada marca y cada señal pero disfrutaba reconocer que cada objeto, cada mácula, cada insignificancia, significaba mucho, disfrutaba en definitiva ser quien sepa que allí había un lenguaje para ser descifrado.
  
Los pasos apresurados de las enfermeras y el vocerío le advirtieron que la aventura se le terminaba, otra vez, como con la tostadita de Elvira hubiera querido tener la velocidad que da la juventud y la vitalidad. Trató de apresurar pasos para ganar alguna distancia pero lo atraparon en seguida. Se hizo el desentendido, el perdido. Las enfermeras no descubrieron la intencionalidad. Lo llevaron al cuarto y a la cama en donde percibió que se había helado. El único castigo fue no poder ayudar más en el desayuno llevando las estúpidas tacitas. En el fondo sonreía porque había logrado vivir un poco más.

  Desde entonces en adelante, su tarea consistió en tratar de contárselo a Elvira. Compartirle el milagro de un palacio secreto a pasos de donde se encontraban, acaso invitarla a perderse juntos una vez. Esta sí que era tarea para un anciano, pensó para sí. Una tarea que lleva tiempo, que evita pensar en la muerte, una tarea que evita constatar en dónde y cómo uno se encuentra. Ardua, muy ardua ya que Elvira comprendía poco o nada y además estaba, en todo momento, custodiada por un idiota.
    
Los días pasaron pero la ocasión que se hizo esperar llegó. Sonreía Jorge ante la frase que le dio vueltas en el momento, le pareció siempre ridícula y siempre cierta: “Todo llega en la vida”. Un anciano se descompuso a media tarde, las enfermeras se abocaron con unción y desprolijidad a atender al posible inmediato fallecido, y Roberto detrás de ellas haciéndose el ayudante preocupado, una molestia más en medio del problema para las pobres enfermeras. Jorge aprovechando la primera ausencia de Roberto se adelantó un instante, se incorporó en su silla para acercarse a Elvira que estaba sentada delante de él y sin más recaudo, como quien arroja un mensaje en una botella le alcanzó a decir: _ En medio de la noche voy a estar esperándote en la puerta de la cocina_. Elvira no lo miró como nunca lo había mirado, sin embargo, creyó o quiso creer que, algo, en los ojos de ella había impactado de alguna manera.
  
  No era un momento ideal para las intentonas puesto que las enfermeras se dormirían tarde en virtud de lo ocurrido durante el día, no se acostarían hasta estar seguros de que el abuelo enfermo siguiese enfermo y no en la eternidad. Las enfermeras de los asilos tienen esa culpa sutil de sentirse un poco asesinas si no llaman a tiempo a los familiares para que vean a su paciente todavía con vida. Detestan llamar con la noticia de que el anciano confiado a sus cuidados se ha ido a la inmensidad del tiempo sin que nadie se diese mucha cuenta. Como sea, Jorge era pródigo en paciencia. Cuando sintió el silencio total, luego de que la enfermera de guardia se fumara un eterno cigarrillo y se retirase del sector del comedor y la cocina, luego de que pudo cerciorarse de todo ello, se levantó, caminó en la oscuridad con el mayor de los cuidados y esperó en la puerta que daba al pasillo helado del más allá que algunos días antes había franqueado. Esperaba a Elvira, esperaba y esperaba. Abrió la puerta, la entornó y se situó un poco del otro lado, no se había acostumbrado a la humedad fresca de la inmensidad que manaba el resto del edificio cuando vino, entre sombras, una muchachita de unos catorce o quince años, de largos cabellos sobre los ojos de una nostalgia sin igual. Jorge comprendió todo, la tomó de la mano y ella se dejó tomar, la condujo hacia los salones olvidados, él mismo sentía que era otro que alguna vez había sido aunque evito mirarse. Cada vez aceleraban más el paso hasta que la aproximó a un ventanal en que la luna daba las ventajas lumínicas que sólo ella sabe dar, le tomó el rostro con sus manos, la vio maravillosa y joven y sintiendo el cálido aliento de sus labios, la beso.

  Luego siguieron sin palabras pero con sonrisas sonoras, el paso más agitado por los oscuros pasillos, una puerta y otra hasta que alguna los condujo a la intemperie. Los esperaba un laberinto abandonado y desprolijo de ligustros y de árboles, se detuvieron y se besaron una cuantas veces más.
  
  Sintieron voces y sin perder ni la felicidad ni la calma entraron de nuevo al edificio, tal vez por otra puerta, ya no importaba. Era la voz de Roberto que los requería, que los denunciaba. Jorge aceleraba el paso y sonreía, el sentido de transgresión, lejos de enojarlo lo había revitalizado si se podía, aún más. Y ella reía o parecía que reía, y de la mano huían de él que entre tantas salas y pasajes solitarios había quedado extrañamente detrás. La puerta que daba a la cocina era ahora un objetivo irremediablemente perdido, Jorge no sabía en qué parte del viejo palacio se hallaba, a ella parecía no importarle nada de nada. Sorteaban en la oscuridad los obstáculos que eran una infinidad de muebles y trastos imprecisos. Vieron una escalera que terminaba en una puerta hacia alguna parte y con Roberto pisándole los talones la subieron jovialmente. Cuando llegaron al final de la misma sintieron que el perseguidor respiraba con dificultad. Roberto era en la noche el mismo Roberto y el esfuerzo de la persecución se mostraba en algún tipo de quejido escalón por escalón. Al borde de la puerta que ya abrían sintieron que el rastreador no sólo no los alcanzaba sino que algo, cojo un objeto informe,  caía unos escalones. Jorge no quiso mirar, ella no le soltaba la mano, así que abriendo la puerta se encontraron en la penumbra del piso de las habitaciones altas, las de aquellos ancianos que aún pueden caminar sin tanta dificultad. Cada uno fue a su habitación sin más despedida que sentir en la penumbra las manos que se separan. Si algo había aprendido en su vida Jorge era a no arruinar las cosas.

  Con la misma agitación con que se había acostado el primer día del descubrimiento del resto de la vieja mansión se durmió otra vez. Una especie de nueva veteranía lo hizo sentir de manera maravillosa.
  
   Por la mañana temprano lo despertó el ajetreo atroz y el vocerío de las enfermeras cuando algo anda muy mal.

  
Se levantó como siempre y fue a la sala del desayuno. Las enfermeras mal ocultaban, como lo hacen siempre, que un abuelito, Roberto, ya no vivía más.

 Jorge untó en silencio una galletita para Elvira que estaba frente a él, ella la tomó luego de unos instantes con esa mirada habitual con la que no reconocía a nada ni a nadie.