Estamos acostumbrados culturalmente a la guerra. Nuestros países se parieron con el dolor de la guerra. Acaso toda la civilización (¡qué paradójico!) se ha forjado a fuerza de guerra y guerra.
Estamos acostumbrados a ver los caídos de un bando y del otro. Nos
parece lógico ver a soldados o combatientes muertos de uno y otro bando, sea la
guerra que sea y cuando sea que haya sido o esté siendo.
Nos duele terriblemente ver caídos a los que no participan de la contienda: los
comunes, niños, mujeres, ancianos, ciudadanos comunes…
Esta guerra, esta lucha última tiene siempre esa cualidad que supera
cualquier narrativa cinematográfica de terror: casi no vemos soldados o
combatientes muertos simplemente porque no los hay. Es una lucha
en la que solo mueren los inocentes. Entra un bando a territorio que considera
su enemigo y mata ciudadanos al azar, luego se esconden, se apartan, se
camuflan. El atacado responde y al no hallarlos, mata ciudadanos del territorio
enemigo, también más o menos al azar.
Siempre la realidad supera ampliamente la ficción, la peor ficción, porque el terror que lleva mayúsculas es el que sucede de verdad…
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