Comenzamos hablando del café como bebida apasionada
en estas tierras y derivamos en el lugar adonde uno suele ir a tomar un café:
el Bar, el Cafetín, el Café…
Mi padre iba todos los días al café, dos veces por
día. Iba un breve rato, siempre a la salida del trabajo; un rato antes del
mediodía y un rato antes de la cena. Los fines de semana también. Me llevó de
niño y pude conocer a sus amigos del café.
Era un ritual maravilloso. Dialogaban de cosas insólitas y discutían sobre el resultado de las carreras de caballos. No eran
grandes apostadores, de hecho casi no iban al hipódromo puesto que ese tiempo
se lo pasaban en el café, no obstante, creo que el turf era el deporte que amaban y no otro. Seguramente existe un
maridaje entre café y carreras de caballos…
Era un ritual maravilloso que acaso salvaba a mi
padre del ritual fatal del trabajo, que no suele tener piedad de eximición.
Cuando mi padre murió, sus amigos del café vinieron a su “velorio” y
reprodujeron, sin proponérselo la única rutina que conocían: llegaron, saludaron
a deudos con gesto de respeto, se sentaron en los sillones de la sala
velatoria, abrieron el periódico, dialogaron sobre cosas insólitas y sobre los
resultados de las carreras de caballos y luego se marcharon.
Esa fue su homenaje, el homenaje de los “amigos del
café”…
Mi padre no habría querido otra cosa…
Dejo aquí este hermoso poema-canción de Enrique
Santos Discépolo en la voz de Edmundo Rivero:
Cafetín de Buenos Aires
De chiquilín te miraba de afuera
como a esas cosas que nunca se alcanzan...
La ñata contra el vidrio,
en un azul de frío,
que sólo fue después viviendo
igual al mío...
Como una escuela de todas las cosas,
ya de muchacho me diste entre asombros:
el cigarrillo,
la fe en mis sueños
y una esperanza de amor.
Cómo olvidarte en esta queja,
cafetín de Buenos Aires,
si sos lo único en la vida
que se pareció a mi vieja...
En tu mezcla milagrosa
de sabihondos y suicidas,
yo aprendí filosofía... dados... timba...
y la poesía cruel
de no pensar más en mí.
Me diste en oro un puñado de amigos,
que son los mismos que alientan mis horas:
(José, el de la quimera...
Marcial, que aún cree y espera...
y el flaco Abel que se nos fue
pero aún me guía....).
Sobre tus mesas que nunca preguntan
lloré una tarde el primer desengaño,
nací a las penas,
bebí mis años
y me entregué sin luchar.
Enrique Santos Discépolo
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