En 1977, un señor llamado Marcelo A. Moreno
entrevistó a Borges y este fragmento me parece memorable:
“Estábamos en el lobby de un hotel en las afueras. Un hotel moderno, de
errada arquitectura y peor decorado. En algún momento fuimos interrumpidos por
una señora que quería conocerlo. Borges le agradeció el recuerdo y el saludo.
Eso me dio pie a que le preguntara sobre un poema que había escrito en su
último libro sobre la fama. Dije algo medio rebuscado sobre su relación con la
celebridad.
-¿Usted tiene el libro aquí?- preguntó.
-Sí
-¿No me lee el poema?
Revolví entre mis cosas hasta que encontré el ejemplar. Leí. Al final
decía:
“Haber urdido algún endecasílabo.
Haber vuelto a contar antiguas historias.
Haber ordenado en el dialecto de nuestro tiempo las cinco o seis
metáforas.
Haber eludido sobornos.
Ser ciudadano de Ginebra, de Montevideo, de Austin y (como todos los
hombres) de Roma.
Ser devoto de Conrad.
Ser esa cosa que nadie puede definir: argentino.
Ser ciego.
Ninguna de esas cosas es rara y su conjunto me depara una fama que no
acabo de comprender.”
Yo pensaba que Borges sí comprendía perfectamente las razones de su fama
y que esos versos eran, de alguna manera, un juego de impostura, como si otro,
el otro, hubiera escrito el poema. Iba a sugerirlo, pero se me anticipó:
-¿A usted le gusta el poema?
Fue una de las preguntas más difíciles de responder en mi vida. Una
mujer, una de las pocas personas que había en el lugar, lanzó, justo, una
carcajada. Fue como si el sonido hubiese cortado algo blando, rápido, de un
tajo. Yo tenía la certeza de que estaba no sólo ante el más grande escritor de
lengua castellana del siglo, quizá estaba ante el más importante del planeta;
ante un Cervantes, un Quevedo, un Dante. Esa convicción, que compartía con una
estricta minoría –eran legión, multitud, en cambio, los estúpidos que lo
menospreciaban con diversas excusas-, me instalaba en un mullido orgullo,
Frente a mí había un monstruo, una inteligencia casi inhumana bajo la serena
apariencia de un Buda. ¿Qué iba a hacer? ¿Mentirle? ¿Dedicarle una hipócrita
cortesía?
-No.
-A mí, tampoco.”
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