“Pidió una silla; puso encima una
palangana, en que vertió tres dedos de agua, colocó medio un ladrillo; sobre
éste acomodó tres pastillas de color obscuro; las encendió, y cuando ya
arrojaban humo, las coronó con un embudo, en cuyo extremo debía yo poner la
boca como quien va a fumar. Un humo grueso y cálido empezó a inflar los
carrillos. Había que resistir cuanto más se pudiera; hasta sentirse asfixiado.
Noté que el dolor se me amortiguaba y que me comenzaba a marear…”
Arturo Capdevila, Córdoba del Recuerdo, 1922
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