El 21 de marzo, Día Mundial de la Poesía,
fue aprobado por la UNESCO durante
su 30º periodo de sesiones, que se celebró en París en 1999.
El placer de leer y releer el discurso de la poeta polaca Wisława Szymborska en la recepción del Premio Nobel de Literatura en 1996:
EL POETA Y EL MUNDO
Parece ser que en un discurso lo más difícil es
la primera frase. Así que ya la he dejado atrás… Pero presiento que también las
que siguen serán difíciles, la tercera, la sexta, la décima, así hasta la
última, porque tengo que hablar de poesía. Pocas veces hablo sobre este tema,
casi nunca. Y siempre me acompaña el convencimiento de que no lo hago muy bien.
Por eso no me extenderé mucho. Toda imperfección es más llevadera si se recibe
en pequeñas dosis.
El poeta de hoy es escéptico e incluso
desconfiado –y puede ser que lo sea sobre todo– ante sí mismo. Con disgusto
manifiesta públicamente que es poeta, como si se avergonzara un poco. Pero en
nuestra ruidosa época resulta más fácil reconocer los propios defectos (basta
con que causen impresión) que no las virtudes, porque están escondidas a mayor
profundidad y no acabamos de creer en ellas…
En diferentes encuestas o en conversaciones
casuales, cuando el poeta tiene necesariamente que precisar su ocupación, se
define de forma general como “literato”, o da el nombre de la profesión a la
que se dedica por añadidura. La información de que tienen que vérselas con un
poeta es recibida por funcionarios o por otros pasajeros del mismo autobús con
cierta incredulidad e inquietud. Supongo que también el filósofo despierta
parecida turbación. Este último está sin embargo en mejor situación porque,
normalmente, tiene la posibilidad de adornar su profesión con algún título. Doctor
en filosofía, eso sí que suena mucho más serio.
Además, no existen doctores en poesía. Eso
significaría que es una ocupación que exige estudios especializados, exámenes
aprobados con regularidad, disertaciones teóricas enriquecidas con bibliografía
y notas y, por fin, la obtención solemne de diplomas. Esto, por su parte,
significaría que para ser poeta no bastarían hojas de papel escritas, aunque
fuera con los mejores versos; que sería imprescindible, y eso ante todo, un
papelito sellado. Recordemos que en relación a esto deportaron al orgullo de la
poesía rusa, más tarde Premio Nobel, Joseph Brodsky. Lo declararon “parásito”
porque no tenía la certificación oficial de que le era permitido ser poeta…
Hace unos años tuve el honor y la alegría de
conocerle personalmente. Advertí que sólo a él, entre los que conozco, le
gustaba llamarse a sí mismo “poeta”, que articulaba esta palabra sin frenos
internos, incluso con cierta provocativa soltura. Pienso que era resultado del
recuerdo de las brutales humillaciones que había sufrido en su juventud. En
países más felices, en los que la dignidad humana no se puede pisotear tan
fácilmente, los poetas anhelan ser publicados, leídos y comprendidos, pero no
hacen nada o casi nada para destacar de entre los demás en la vida cotidiana.
No hace tanto, en las primeras décadas de nuestro siglo, a los poetas les
gustaba llamar la atención con ropas rebuscadas y con un comportamiento
excéntrico. Esto, sin embargo, era siempre un espectáculo de cara al público.
Llegaba el momento en que el poeta cerraba tras de sí la puerta, se quitaba de
encima todas las capas, bisutería y otros accesorios poéticos, y se quedaba en
silencio, en espera de sí mismo, ante una hoja de papel en blanco. Porque es
esto lo que en verdad cuenta.
Es significativo. Constantemente se produce un
gran número de películas biográficas sobre grandes científicos o sobre grandes
artistas. La tarea de los ambiciosos directores de cine es presentar de una
manera creíble el proceso creativo, proceso que conduce finalmente a grandes
descubrimientos científicos o a la realización de famosísimas obras de arte.
Con más o menos éxito muestran el trabajo de ciertos sabios: laboratorios, todo
tipo de aparatos, mecanismos puestos en marcha que son capaces de mantener durante
cierto tiempo la atención del público. Además, los momentos de expectación en
espera de si un experimento, repetido por enésima vez con sólo una pequeñísima
variación, sale o no sale, resultan muy dramáticos. Las películas sobre
pintores, en las que se puede reproducir cada fase del movimiento de la
pintura, desde el primer trazo hasta la última pincelada, sí que pueden ser
espectaculares. Las películas sobre compositores están llenas de música, desde
los primeros compases que el artista oye en su interior hasta la forma madura
de la obra en la que cada instrumento tiene ya adjudicada su parte. Todo esto
sigue siendo ingenuo y no nos dice nada sobre ese estado de ánimo llamado
comúnmente inspiración, pero al menos hay algo que mirar y oír.
Lo malo son los poetas. Su labor es de una
lamentable falta de fotogeneidad. Uno está sentado a la mesa o tendido en un
sofá, con la vista clavada en la pared o en el techo, de vez en cuando escribe
siete versos, uno de los cuales tacha al cabo de un cuarto de hora, y pasa una
hora más en la que no ocurre nada… ¿Qué espectador aguantaría semejante cosa?
Yo también, al ser a veces interrogada sobre la
inspiración, mantengo una prudente distancia respecto a lo esencial. Pero digo
lo siguiente: la inspiración no es un privilegio exclusivo de los poetas o de
los artistas en general. Hay, ha habido y seguirá habiendo un cierto grupo de
personas a las que toca la inspiración. Son todos aquellos que conscientemente
eligen su trabajo y lo realizan con amor e imaginación. Se encuentra médicos
así, y pedagogos, y jardineros, y otros en cien profesiones más. Su trabajo
puede ser una aventura sin fin siempre y cuando sean capaces de percibir nuevos
desafíos. A pesar de dificultades y fracasos su curiosidad no se enfría. De
cada duda resuelta sale volando un enjambre de nuevas preguntas. La
inspiración, sea lo que sea, nace de un constante “no sé”.
Personas como ésas no hay muchas. La mayoría de
los habitantes de esta tierra trabaja para ganarse la vida, trabaja porque
tiene que trabajar. No son ellos mismos quienes con pasión eligen su trabajo,
son las circunstancias de la vida las que eligen por ellos. El trabajo que no
gusta, el que aburre, valorado sólo porque, incluso siendo desagradable y
aburrido, no es accesible para todos, es uno de los peores infortunios humanos.
Y no parece que los siglos que vienen vayan a traer algún cambio feliz.
Así me permito decir que, si bien les quito a
los poetas el monopolio de la inspiración, los incluyo, de todos modos, en el
pequeño grupo de los favorecidos por el destino.
En este punto, sin embargo, pueden despertarse
dudas en el oyente. A los más diversos verdugos, dictadores, fanáticos,
demagogos, que luchan por el poder con ayuda de unas pocas consignas, pero
repetida a gritos, también les gusta su trabajo y también lo realizan con
ingenio. Claro que sí, pero ellos “saben”. Saben, y lo que saben les basta de
una vez para siempre. No se interesan en nada más, porque eso podría debilitar
la fuerza de sus argumentos. Y cualquier saber que no provoca nuevas preguntas
se convierte muy pronto en algo muerto, pierde la temperatura que propicia la
vida. Los casos más extremos, los que se conocen bien tanto por la historia
antigua como por la moderna, son capaces de ser letales para las sociedades.
Por eso tengo en tan alta estima dos pequeñas
palabras: “no sé”. Pequeñas pero con potentes alas. Que nos ensanchan los
horizontes hacia territorios que se sitúan dentro de nosotros mismos y hacia
extensiones en las que cuelga nuestra menguada tierra. Si Isaac Newton no se
hubiera dicho “no sé”, las manzanas del jardín hubieran podido caer ante sus
ojos como granizo y él, en el mejor de los casos, se habría inclinado a
recogerlas para comérselas con apetito.
Si mi compatriota Maria Sklodowska-Curie no se
hubiese dicho “no sé”, probablemente se hubiera convertido en profesora de
química en un pensionado de señoritas de buena familia y en este trabajo, por
otra parte respetable, habría transcurrido su vida. Pero ella se dijo “no sé”,
y fueron exactamente estas dos palabras las que la condujeron, y no una sino
dos veces, a Estocolmo, donde se galardona con el Premio Nobel a las personas
de espíritu inquieto en constante búsqueda.
Asimismo, el poeta, si es un poeta de verdad,
tiene que repetir sin descanso “no sé”. En cada poema intenta dar una respuesta
pero, no bien ha puesto el último punto, ya le invade la duda, ya empieza a
darse cuenta de que se trata de una respuesta temporal y absolutamente
insuficiente. Así pues lo intenta otra vez, y otra, y más tarde estas pruebas
consecutivas de su descontento con respecto a sí mismo los historiadores de
literatura las sujetarán con un clip muy grande y las denominarán sus “logros”.
Sueño algunas veces con situaciones imposibles.
Me imagino, por ejemplo, en mi impertinencia, que tengo la posibilidad de
hablar con el Eclesiastés, el autor de tan conmovedor lamento frente a la
vanidad de toda actividad humana. Le haría una profunda reverencia porque no
cabe la menor duda de que es uno de los más importantes poetas, por lo menos
para mí. Pero después lo cogería de la mano. “Nada nuevo bajo el sol”, dijiste,
Eclesiastés. Pero si tú mismo naciste nuevo bajo el sol. Y el poema del cual
eres autor también es nuevo bajo el sol porque nadie lo escribió antes que tú.
Y nuevos bajo el sol son todos tus lectores, porque quienes vivieron antes que
tú está claro que no pudieron leerlo. Tampoco el ciprés bajo cuya sombra te
sentaste crece aquí desde el principio de los tiempos.
Le dio su origen algún otro ciprés, parecido al
tuyo pero no el mismo, y además querría preguntarte, Eclesiastés, qué cosa
nueva bajo el sol piensas escribir ahora. ¿Se tratará de algo que complete tus
pensamientos o más bien, después de todo, tienes la tentación de rectificar
alguno de ellos? En tu anterior poema percibiste también la alegría, ¿qué
importa que sea pasajera? Así pues, ¿será ella el tema de tu poema nuevo bajo
el sol? ¿Tienes ya algunas notas, los primeros esbozos? ¡No irás a decir: “Lo
he escrito todo, no tengo nada que añadir” Eso no lo puede decir ningún poeta
en el mundo, y qué decir uno tan grande como tú.
El mundo, pensemos de él lo que pensemos,
espantados por su inmensidad y por nuestra propia impotencia frente a él,
amargados por su indiferencia a los sufrimientos, los de la gente, los de los
animales, y tal vez también los de las plantas, pues ¿de dónde la seguridad de
que las plantas están libres de sufrimientos?; pensemos lo que pensemos de sus
espacios atravesados por la radiación, de las estrellas, alrededor de las
cuales se han empezado a descubrir nuevos planetas, ¿ya muertos?, ¿todavía
muertos?, no se sabe; digamos lo que digamos de este inconmensurable teatro
para el que tenemos una entrada, aunque su validez sea ridículamente corta,
limitada por dos fechas categóricas; pensemos lo que pensemos sobre él, este
mundo es sorprendente.
Pero en el término “sorprendente” se esconde
cierta trampa lógica. Nos sorprende lo que se sale de una norma conocida y
ampliamente aceptada, de alguna incuestionabilidad a la que estamos
acostumbrados. Pero he aquí que este mundo incuestionable no existe en
absoluto. Nuestra sorpresa tiene vida propia y no resulta de la comparación con
nada.
De acuerdo, en el habla coloquial, que no sopesa
cada palabra, todos usamos las expresiones: “un mundo corriente”, “una vida
corriente”, “un hecho corriente”,… sin embargo, en el lenguaje de la poesía,
donde cada palabra se mide, nada es ya normal y nada es corriente. Ninguna
piedra y ninguna nube sobre ella. Ningún día y ninguna noche tras él. Y por
encima de todo, ni siquiera la existencia de nadie en este mundo.
Parece que los poetas van a seguir teniendo
siempre mucho trabajo.
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